La genuina educación debe contribuir directamente a ejercitar el riesgo de pensar, que nos permita crear, como lo expresó tantas veces el filósofo colombiano Estanislao Zuleta, pensamientos que nos hagan inconformes e imaginativos y no dóciles y estériles. Una educación para la transparencia que combata el incremento de los impostores profesionales y regenere la vida pública.
La política de «oferta educativa semejante para todos», que ha caracterizado y que todavía caracteriza a una buena mayoría de sistemas educativos en el mundo, debe ser modificada por la de una educación diferenciada para lograr resultados igualitarios. Esta política social es a nuestro entender la más importante para alcanzar una genuina igualdad de oportunidades: es decir, igualdad de partida, pero también igualdad de resultados. Se hace necesario establecer un nuevo criterio redistributivo y de educación compensatoria para igualar el déficit acumulado en zonas rurales, en barrios marginales, en niños impedidos, en mayores abandonados, en grupos étnicos, en grupos desplazados; en definitiva, en las personas que poseen desventajas para aprender.
Al mismo tiempo, el conocimiento adquirido no es producto de un proceso desarrollado en el vacío, sino en la interacción de experiencias, tanto individuales como sociales que dan sentido a la vida del ser humano. Por ello, educar en su sentido más amplio no puede ser sinónimo de enseñar, instruir o entrenar. Educar es formar e instruir al mismo tiempo. Es combinar los procesos cognitivos y afectivos convirtiendo los contenidos en elementos libremente disponibles y discernibles, pero también como parte del crecimiento de la personalidad y de la convivencia en sociedad.
Es así que lo que debe diferenciar una escuela de un centro de entrenamiento es que la escuela se orienta al desarrollo integral del ser humano en consonancia con su medio, no solo mediante la enseñanza de destrezas y capacidades, característica de los centros de entrenamiento, sino en el aprendizaje social, cultural y científico, en la educación para el cuidado de las personas y la naturaleza, en la justicia medio ambiental, en la educación para la paz y en el crecimiento como persona, no en soledad, sino en constructiva compañía. En el fondo, esto sería la base para una educación en y para la diversidad dentro de la vida.
En la optimización y mejora del sistema educativo está la clave y modernización de la sociedad, sin desestimar, por supuesto, la necesaria reforma social, apoyada en los principios de la democracia, la tolerancia ideológica, la igualdad social, el cuidado del planeta y la solidaridad internacional. Transformar y mejorar el sistema educativo sin etnocentrismos es adecuarlo a las necesidades del futuro. Un futuro interétnico, intercultural, que respete la variedad y singularidad de las culturas que definen nuestro mundo.
A ese futuro interétnico de la educación se le unen muchos otros futuros: el ecológico, el científico, el técnico, el económico, el del binomio trabajo-ocio, etc. Es un mundo y un futuro multidimensionales en vertiginoso cambio, fragmentado por el propio ser humano que no alcanza a comprender el sentido gestáltico de que la unidad o el todo, son producto de la variedad, de la diversidad, del movimiento. Precisamente, unidad en la diversidad es símbolo de armonía. Cada vez que atentamos contra la diversidad, ponemos en peligro la unidad.
Pero diversidad no significa desigualdad ni asimetría. El concepto de diversidad parte de la equidad de derechos y deberes de las personas que se obtiene a partir de políticas y hechos desiguales y diversos. Y esto se alcanza, mediante el perfeccionamiento de lo que está existencialmente implícito en la solidaridad y fraternidad. Aquí está el gran desafío para combatir la pobreza, el racismo, los nacionalismos, las conductas basadas en la envidia y el egoísmo, la cultura de la guerra, la degradación del medio ambiente, la discriminación de cualquier índole, la ignorancia…
Para alcanzar esa fraternidad se debe empezar por edificar un sistema social que inculque valores y actitudes hacia la solidaridad basada en el esfuerzo individual y colectivo. Una de las estrategias esenciales para lograr este comportamiento radica precisamente en la educación. Un proceso que abarca toda la vida del ser humano. Una educación sin límites que tiene que ampliar el recinto de la escuela a toda la sociedad.
Los profesores de hoy, que enseñamos en un mundo invadido de innovaciones, deberíamos saber que más que dar información, tenemos que enseñar a saber dónde buscarla, cómo seleccionarla e interpretarla; a generar nuevos conocimientos; a crear conciencia de participación con un mundo al que la tecnología nos acerca y del que nos distancian los prejuicios; por eso, la educación debe ser educación para la vida, para la tolerancia, la flexibilidad y el sentido ético de nuestras decisiones que cada vez, afectan a un número mayor de personas.
La genuina educación para y dentro de la vida, sobre todo, debe contribuir directamente a ejercitar el riesgo de pensar, que nos permita crear, como lo expresó tantas veces el filósofo colombiano Estanislao Zuleta, pensamientos que nos hagan inconformes e imaginativos y no dóciles y estériles. Una educación para la transparencia que combata el incremento de los impostores profesionales y regenere la vida pública.
Me arriesgo a expresar en un párrafo, en palabras de su discípulo, el poeta y escritor William Ospina, la síntesis de la filosofía educativa de Zuleta, que de alguna forma se inserta en nuestra concepción de la educación integral para y dentro de la vida: «Zuleta creyó siempre en la capacidad transformadora del arte y del pensamiento. Sabía que los seres humanos no sólo necesitamos pan y justicia, igualdad y dignidad, como piensan a menudo los políticos revolucionarios; sabía que necesitamos pensamiento y belleza, alegría y armonía, libertad, originalidad, salud afectiva, intentar hacer de nuestra vida una obra de arte […] Su pasión por el conocimiento, aliada con su idea del pensamiento como algo que debe invitar a la acción, lo llevó a la certeza de que la educación no puede ser un instrumento para adaptarnos a un mundo injusto y mezquino sino el escenario mismo del enriquecimiento de la vida y un ejercicio de la libertad».
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