Hay momentos en la vida de los seres humanos en donde convergen el “ser” y el “deber ser”, como marco existencial de su pequeña y a veces intrascendente historia personal. Uno de esos momentos se produce, al menos para mi, en el instante de dar a luz un nuevo libro. No cualquier libro. En mis múltiples obras publicadas, apenas unas tres o cuatro me han producido esa sensación. Los libros científicos o técnicos me someten a un ejercicio de confrontación con la realidad, con la aridez de los números, las fórmulas o las demostraciones implacables. Con ellos, uno es capaz de mantener en buena medida la privacidad de sus ideas, sus sueños, sus inquietudes, sus defectos. La aproximación a un contenido aséptico descarga de compromisos que no estén sujetos al rigor de la ciencia.
Con el libro de ensayo, aunque gire alrededor de una disciplina científica, se experimenta otra emoción distinta. Mis libros de ensayo son una confluencia de optimismo y desilusión, de escepticismo y esperanza, de hechos científicos y juicios de valor, de realidad y de utopía. Son reflejo fiel de mi pensamiento actual en el marco ético que te exige contrastar lo que eres y lo que deberías ser, y especialmente, cómo deberías crecer, y por supuesto, cómo aprender a morir. En el fondo es una preocupación existencial, humanista y dialéctica a la vez, pero en constante movimiento. Educarse a lo largo de la vida es intrínseco al ser humano. Le obliga a cambiar constantemente, a estar en permanente transformación.
La dialéctica del cambio tiene como esencia la contradicción o lucha de fuerzas opuestas y por ello nos aferramos frecuentemente a permanecer estáticos. Esas fuerzas conflictivas hacen que el cambio produzca una gran inseguridad con la secuela de angustia que caracteriza a la mujer y al hombre de nuestro tiempo. Nos conduce a la resignación y a ser simples espectadores del acontecer diario. Se renuncia a las ideas suplantándolas por un pragmatismo que reduce la vida al mundo de los sentidos y de la materia. Pensar, hoy en día, es casi una perversión social. Sólo se hace posible en los lugares más recónditos de nuestra soledad.
El acto de aprender es aprender a vivir, aprender a cambiar, aprender a pensar, aprender a participar, aprender a saber ser, aprender a cuidar, aprender a compartir, aprender a crecer, aprender a morir. Sin el aprendizaje no es posible crear una sociedad genuina. Para aprender, la sociedad cuenta con un sistema educativo que no puede ser reducido a las paredes de una escuela o universidad. La EDUCACIÓN se convierte así, en un proceso que rebasa los límites de la propia sociedad. No es posible construir un sistema de libertades, solidario y propulsor de la igualdad sin la educación. Educar en su sentido más amplio no puede ser sinónimo de enseñar, instruir o entrenar. Enseñar hacia un sistema de valores sobrepasa con creces “instruir” como una condición para obtener buenos resultados en un test. Al mono se le entrena, al ser humano se le educa. ¿Estamos entrenando más que educando?
©2012 Miguel Angel Escotet. Todos los derechos reservados. Se puede reproducir citando la fuente y el autor.